¿Sin tiempo para leer?

  Fragmento del discurso inaugural del escritor e historiador David McCullough en la Universidad de Connecticut, 15 de mayo, 1999. 



Nos están vendiendo la idea de que la información es aprendizaje y nos están engañando. La información no es aprendizaje. La información no es saber. No es necesariamente sentido común. 

No es amabilidad. U honradez. O buen criterio. O imaginación. O sentido del humor. O valor. No diferencia para nosotros lo bueno de lo malo. Conocer la superficie del estado de Connecticut en kilómetros cuadrados, la fecha en que se firmó la Carta de las Naciones Unidas o la capacidad de salto de una pulga quizá sea útil o valioso, pero no es aprendizaje de por sí. 

Si la información fuera aprendizaje, uno podría educarse memorizando el Almanaque Mundial. Si alguien memorizase el Almanaque Mundial, no sería culto. Sería raro. El objeto de mi mensaje es ensalzar el más espléndido de los cauces hacia el aprendizaje, el saber, la aventura, el placer, la perspicacia, la comprensión de la naturaleza humana, la comprensión de nosotros mismos, nuestro mundo y nuestro lugar en él. 

Me levanto en esta bella mañana, aquí, en este centro del saber, para cantar de nuevo la vieja fe en los libros. En leer libros. Leer para vivir, toda la vida. Nada que se haya inventado nunca ofrece tanto sustento, tanta compensación infinita por el tiempo invertido como un buen libro. Thomas Jefferson le dijo a John Adams que no podría vivir sin libros. Adams, que durante una larga vida leyó más incluso y con más profundidad que Jefferson, y que gastaba en libros cualquier dinero extra que tuviera, le escribió a Jefferson a los setenta y nueve años sobre un conjunto de libros que anhelaba sobre la vida de los 26 santos… en cuarenta y siete volúmenes. 

Hace mucho tiempo, en el crudo invierno de Dakota, con la temperatura muy por debajo de los cero grados, el joven Theodore Roosevelt zarpó en una barquita, acompañado por dos mozos de su rancho, río abajo por el Little Missouri en pos de un par de ladrones que le habían robado su preciado bote a remos. Tras días en el río, los atrapó y los encañonó con su fiel Winchester antes de que acertaran a reaccionar, momento en el cual se rindieron. 

Después, tras encontrar a un hombre con un tiro de caballos y un carro, Roosevelt partió de nuevo para llevar a los ladrones ante la justicia. Dejó atrás a los mozos del rancho, que debían cuidar del barco, y echó a andar detrás del carro, con el fusil preparado. Se dirigían hacia la cabeza de línea ferroviaria de Dickinson, atravesando el páramo nevado de las Bad Lands, y Roosevelt hizo a pie todo el trayecto, sesenta y cuatro kilómetros. 

Fue una hazaña impresionante, lo que podría calificarse de momento decisivo en aquella vida tan rica en experiencias. Sin embargo, lo que lo hace especialmente memorable es que, en ese tiempo, se las ingenió para leerse entero Ana Karenina. A menudo pienso en eso cuando oigo decir a la gente que no tiene tiempo para leer.

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