EL ATONTAMIENTO DE ESTADOS UNIDOS Y LA CULTURA DE LA DIVERSIÓN

  Karl Marx, padre del comunismo, supuestamente señaló:

 «La religión es el opio del pueblo.» 

De haber vivido y tratado de vender su teoría política hoy día, es muy probable que hubiera dicho: «La televisión es el opio del pueblo.» 



Uno de los programas televisivos más populares jamás emitidos en Estados Unidos, American Idol, probablemente sea el mejor ejemplo de lo que ha sucedido con el nivel de actividad mental de la cultura popular dominante. Durante una ronda de la competición, a mediados de 2006, el aspirante a «ídolo» ganador consiguió más votos que cualquier candidato presidencial de la historia del país. Nadie se ha arruinado nunca por subestimar el gusto del público estadounidense. H. L. Mencken El difunto profesor Neil Postman, de la Universidad de Nueva York, dedicó un volumen considerable de estudio a los efectos de los medios electrónicos sobre la cultura y el desarrollo de las capacidades mentales de los niños. 

En su revelador libro Divertirse hasta morir: el discurso público en la era del «show business», afirmaba que el auge de la popularidad de la televisión coincidía con un descenso del pensamiento y el debate racionales en la conciencia de la sociedad estadounidense. 

Postman señalaba tres fases de desarrollo en lo que denominaba «la conversación de la cultura consigo misma».  

La primera fase, que se remontaba a nuestros mismos orígenes, era una etapa oral. Las personas compartían el conocimiento, las ideas y su historia por medio de la charla y la narración de anécdotas. 

La fase dos, el auge de la comunicación alfabetizada a través de la palabra impresa, alcanzó su apogeo durante el siglo XIX, según Postman. 

La fase tres, con la llegada de lo que él llamaba medios «televisuales», inició la inexorable transición hacia una dominante «cultura de la diversión». 

Postman sostenía que, mientras que los medios impresos han servido durante mucho tiempo de sólida plataforma para el intercambio razonado de ideas, los medios televisuales —muy especialmente la televisión comercial— se han mostrado poco aptos para explicar conceptos complejos y manejar conversaciones sobre ellos. 

El filósofo Marshall McLuhan ya nos había regalado la consigna familiar pero desconcertante de «El 21 medio es el mensaje»,  y Postman secundó sus opiniones con la idea de que todo medio limita, controla y distorsiona la información que intentamos canalizar por él. «El medio es la metáfora», proclamó. 

Tal y como una metáfora es una figura retórica que reformula una idea compleja y abstracta en forma de un ejemplo familiar y concreto, la televisión reformula la información compleja con su modo único y simplificado de presentarla. Por ejemplo, sería muy difícil sostener un debate de filosofía eficaz usando sólo señales de humo; el «ancho de banda» de ese medio en particular es, sencillamente, demasiado limitado. 

De modo parecido, la experiencia de ver la televisión conlleva la aceptación pasiva de un flujo constante de unidades de entretenimiento inconexas: paquetes audiovisuales condensados, simplificados y edulcorados para encajar con las limitaciones del escaso margen de atención del medio. 

Con las mínimas excepciones de los canales de corte público como la PBS estadounidense y la BBC inglesa, la estructura económica de la industria televisiva exige que el contenido se seleccione de acuerdo con su potencial comercial: el número de globos oculares clavados en la pantalla cuando sale el anuncio. Además, en años recientes, la intensa competencia en pos de la audiencia ha obligado a las productoras a luchar por la atención buscando cada vez con mayor agresividad los caprichos de un público hastiado, con material siempre más sexual, violento, morboso y voyeurístico. 

Estados Unidos es la única nación de la historia que ha pasado directamente de la barbarie a la decadencia sin el intervalo habitual de civilización. Georges Clemenceau En lo que queda de «las noticias», según Postman, se nos obsequia con un desfile constante de «bustos parlantes» que nos hipnotizan con los últimos cotilleos sobre la vida privada de los famosos, robos, tiroteos, persecuciones policiales en coche y los rifirrafes de los políticos. 

Vemos segmentos de noticias, vídeos de archivo y cortes de sonido de personajes públicos tan fugaces que sólo cabe suponer que quienes los crean están convencidos de que tenemos la capacidad retentiva de un piojo. El producto, por supuesto, es el busto parlante, no la información. Hasta las páginas web que actúan de extensiones de los canales televisivos, como la CNN Online y otras, tienen pinta de tienda de chucherías digitales, con titulares redactados con esmero para prometer imágenes morbosas, chismes de famosos, confites de ciencia pop y seudohechos de fácil digestión. 

La televisión, de acuerdo con el profesor Postman y otros, es un medio condenado para siempre a la condición de bufón de la corte, capaz sólo de distraernos y divertirnos. En realidad, preguntaba Postman: ¿Podría la televisión estar influyendo en la sociedad, volviéndola más tonta? Por analogía, si los músculos de nuestro cuerpo se atrofian cuando no los usamos, y si habilidades como hacer deporte, cantar, bailar, tocar instrumentos musicales, dibujar y pintar se pierden si no se practican, ¿no sería lógico deducir que nuestras facultades mentales, como el pensamiento crítico, el pensamiento comparado, la curiosidad, la imaginación, el juicio y la lógica también se atrofian con la falta de uso? Si no podemos pedir al medio televisual que nos ayude a mantener en forma la mente y apoye el desarrollo de la de nuestros hijos, ¿qué otros medios viables nos quedan para desarrollar y ejercitar las facultades de claridad de pensamiento y discurso inteligente? ¿Qué pasa con el canal literario, el mundo de las ideas expresadas vía imprenta? No hay buenas noticias en ese frente. 

Los estadounidenses leen menos libros con cada año que pasa, y las editoriales del país reducen el número de ejemplares publicados. A decir verdad, el año 2006 marcó el punto de inflexión en que, por primera vez, Estados Unidos perdió su liderato en la publicación de más títulos que cualquier otro país. 

El Reino Unido —con una quinta parte de la población y una sexta del volumen económico de Estados Unidos— lo desbancó del primer puesto en publicación de libros.  La mayoría de los periódicos estadounidenses han visto disminuir su tirada, y una avalancha de revistas populares monotemáticas no ha frenado el descenso en el número de lectores. 

Sports Illustrated, una revista tradicional para hombres, vio su circulación estancada durante una serie de años, hasta que introdujo su especial anual de «bañadores», que la situó en el ámbito de la pornografía ligera. Para tratarse de una revista orientada al público masculino, descubrió el sexo a una edad más bien tardía, pero con el tiempo no le quedó más remedio que aceptar las realidades del mercado saturado. Los comerciales de las grandes marcas están usando menos publicidad en papel y pasándose al patrocinio de películas y programas televisivos para «colocar» sus productos en la corriente de atención del público, donde los potenciales clientes no pueden sustraerse a ellos o apagarlos. 

La enorme migración de fondos publicitarios a Internet también da fe de la paulatina transición de Estados Unidos hacia una cultura basada en la electrónica desde una basada en el material impreso. 

El visionado de pantalla, definido a grandes rasgos como prestar atención a la información presentada de forma visual en pantallas de varios tipos —televisores, reproductores de vídeo, monitores de ordenador, películas, teléfonos móviles, PDA y videojuegos— ha desplazado a buena parte de la experiencia de leer papel impreso. 

La Academia Estadounidense de Pediatría ha expresado formalmente su preocupación por el prolongado visionado de pantalla de los niños, y ha recomendado que los padres no permitan a sus hijos menores de dos años ver ningún aparato basado en una pantalla,  entre ellos la televisión. 

 El profesor Postman, de la Universidad de Nueva York, señaló que la televisión, como el menos interactivo de los medios televisuales de información, es el que más energía mental desvía de la experiencia de la cognición activa... durante horas seguidas. «Mascar chicle con el cerebro», lo llamaba. No es probable que sea casualidad que la obesidad en las culturas occidentales, sobre todo en Estados Unidos, siga en constante aumento desde que la televisión se impuso como actividad dominante en el tiempo libre. 

La investigación del cerebro ha demostrado sin sombra de duda que la experiencia de ver la televisión durante más de dos o tres minutos induce un estado cercano al trance que resulta casi indistinguible de la hipnosis. 

Los mensajes publicitarios, en este sentido, son sugerencias posthipnóticas y directivas incrustadas: «La próxima vez que tengas dolor de cabeza...» o «La temporada de la gripe ha llegado y... [es hora de pillar la gripe y entonces comprar nuestro fármaco]». El conocido historiador David McCullough, que ha cosechado muchos elogios por dar vida a la historia en sus best-séllers, está preocupado por lo que él y otros han calificado de «amnesia cultural», que es la pérdida de un sentido de historia y cultura compartidas por parte de una población cada vez más cautivada por las imágenes provocadoras que danzan ante sus ojos. 

Cada vez más personas, dice McCullough, dedican su tiempo y atención discrecionales a la realidad sintética de los medios de entretenimiento que a la cognición activa que surge de leer y comentar ideas interesantes. Según McCullough, Se dice que el estadounidense medio ve veintiocho horas de televisión todas las semanas, o el equivalente aproximado a cuatro horas al día. 

La persona media, me cuentan, lee a un ritmo de 250 palabras por minuto. Así pues, basándonos en esos datos, si el estadounidense medio pasara esas cuatro horas diarias con un libro, en lugar de viendo la televisión, el estadounidense medio podría, en una semana, leer: 

• La poesía completa de T. S. Eliot; 

• Dos obras de Thornton Wilder, incluida Nuestra ciudad; 

• La poesía completa de Maya Angelou; 

• El ruido y la furia de Faulkner; 

• El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald; y 

• El libro de los Salmos. Todo eso en una semana. 

Si el estadounidense medio renunciara a la televisión por una segunda semana, podría leerse todo Moby Dick, incluida la parte sobre las ballenas, y tener bien avanzado, si no acabado, Los hermanos Karamazov. 

 Otra novedad significativa que ha venido de la mano de los medios populares estadounidenses, y cuyos mejores exponentes serían los talk shows de radio y televisión, ha sido el esquema cada vez más estridente, polarizado y hostil del discurso. Con el desplazamiento del sector de «las noticias» hacia un modelo de entretenimiento en cuanto a diseño y producción ya prácticamente completado y el entorno mediático cada vez más saturado de Estados Unidos, quienes nos venden nuestra dosis de medios se ven obligados por la pura competencia a alimentar nuestros miedos y apetitos más primitivos. 

Famosos y portavoces de los medios que antes podrían haber sido modelos de procesos de pensamiento como el discurso flexible, la tolerancia a las diferencias y el respeto a la oposición política honesta, en la actualidad personifican los niveles más bajos de zafiedad, intolerancia, extremismo, tergiversación, ataques personales y polarización. Nuestros hijos tienen pocas posibilidades de ver modelos de discurso inteligente en cualquier espacio de los medios populares.

TOMADO DEL LIBRO INTELIGENCIA PRÁCTICA Karl Albrecht

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