EL ENIGMA DE LA ESFINGE Y LA SABIDURÍA PRIMORDIAL

La finalidad de la sabiduría es resolver el enigma del hombre, término último de toda la evolución planetaria. Este enigma engloba el enigma del mundo ya que el pequeño universo humano o microcosmos es espejo y síntesis del grande o macrocosmos. 



Constituidos por los mismos principios, ambos son expresiones diferentes, aunque concordantes, del invisible Creador visible en sus obras, del Espíritu soberano al que llamamos Dios. Ningún símbolo expresa más elocuentemente el entrelazado enigma de la naturaleza y el hombre como la antigua esfinge del Egipto inmemorial. 

El pensamiento humano, los pueblos y las religiones, se miden descifrando su sentido. Desde hace aproximadamente diez mil años, es decir, desde el origen de las primeras civilizaciones africanas y asiáticas anteriores a nuestras civilizaciones europeas, la colosal esfinge de Gizeh, esculpida en la roca y recostada sobre las amarillas arenas del desierto, interroga a los peregrinos con preguntas temibles. De su forma muda y de su frente altiva surge un lenguaje sobrehumano, más impresionante que todas 8 las lenguas habladas. «Mírame -dice- soy la EsfingeNaturaleza. Ángel, águila, león y toro; tengo la faz augusta de un dios y el cuerpo de una bestia alada y rugiente. 

No posees ni mi grupa, ni mis garras, ni mis alas, pero tu busto se parece al mío. ¿Quién eres? ¿de dónde vienes? ¿a dónde vas? ¿has salido del limo de la tierra o desciendes del disco radiante de ese glorioso sol que nace allá abajo en las montañas arábigas? Yo soy desde siempre, desde siempre sé, yo veo eternamente. Pues soy uno de los Arquetipos eternos que viven en la luz increada... pero... me está prohibido hablar de otra manera que con mi presencia. 

Tú, hombre efímero, viajero oscuro, sombra fugaz, busca y averigua. Si no, desespera». A lo largo de la historia, tanto las mitologías como las religiones y las filosofías han respondido de mil maneras a la pregunta lacinante, al mandato imperioso de la bestia alada. Han apaciguado la sed de verdad que arde en el corazón del hombre pero no la han satisfecho. Pese a la diversidad de dogmas y ritos todas coinciden en un punto esencial. A través de sus cultos, de sus símbolos, de sus sacrificios, de sus reglas, de sus promesas, estos guías espirituales no han dejado de decir al hombre: «Vienes de un mundo divino y, si quieres, puedes retornar a él. 

En ti existe lo efímero y lo eterno. No te sirvas de lo primero sino para desarrollar lo segundo». El cristianismo prometió la verdad a los más humildes e hizo que se estremeciera de esperanza la humanidad entera. 

Desde su advenimiento, las almas han sido acunadas durante casi dos mil años con la leyenda del paraíso perdido por el pecado del primer hombre y con la de la redención que el sacrificio de un dios obtuvo para la humanidad degenerada. Pero la forma infantil del popular y sugestivo relato no satisface ya al hombre adulto que se ha adueñado de las fuerzas de la naturaleza, a ese hombre que, semejante al incrédulo Tomás, pretende desvelar con su razón todos los misterios. Y hete aquí que el hombre actual se ha enfrentado a la antigua esfinge cuya pregunta, siempre repetida, irrita y perturba a pesar suyo al buscador intrépido. 

Cansado al fin, exclama: «Esfinge eterna, tu vieja pregunta es estúpida y vana. No existe ningún Dios. Y si existiera en alguna parte, en una región inaccesible a mis sentidos, no quiero saber nada suyo y pasaré sin él. Los dioses han muerto. Ni hay absoluto alguno, ni Dios supremo, ni causa primera. Lo único que existe es un continuo torrente de fenómenos que se siguen como las olas y ruedan en el circulo fatal del universo. 

Esfinge decepcionante, tormento de sabios, espantajo de muchedumbres: ya no te temo. Nada me importa saber qué casualidad me hizo salir de tus flancos. Pero puesto que he nacido, escapo a tus garras. Me llamo voluntad, razón, análisis, y todo se inclina ante mi poder. Porque así ocurre, soy tu amo y tu presencia es inútil. 

Desaparece en la arena, vano simulacro del pasado, fantasma postrero de los desvanecidos dioses, y déjame la tierra donde por fin derramaré la libertad y la dicha». Así habla el nuevo hombre, el superhombre de una ciencia que solo es la ciencia de la materia. 

La esfinge incomprendida por la humanidad actual, la esfinge que ha perdido su aureola, su disco de oro del tiempo de los faraones símbolos del sol alado, que ha perdido su poder de hacer hablar a los dioses a través del alma humana en el silencio de los templos, la esfinge que se desmorona en el desierto, la esfinge calla. El superhombre triunfante se contempla en el espejo de su ciencia.

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